Ya nada es lo mismo y no es lo mismo nada. Recuerdo aquellos maravillosos años como si no se hubieran ido y aún me acompañaran. Esas interminables tardes de sábado en las que daba tiempo a recorrer callejuelas, saltar a la cuerda o botar sobre un plano dibujado en la tierra al que echábamos piedras que tenían prohibido pisar la ralla. Y también recuerdo cuando en grupo, nos íbamos al campito a observar lo más cercano y parecido a la naturaleza. Aquello era territorio sagrado. Había que pisar con cuidado pues en seguida saltaba algún que otro insecto de dudosa condición y origen indeterminado. Y en las charcas de agua o en las pequeñas acequias, se sumergía otro mundo que acogía otros seres y otras especies desconocidas. Aquellas charcas de color indefinido presentaban, en general, una dificultad añadida: había que saltar o evitarlas antes de tiempo y por lo tanto, no podíamos estar – los más temerosos a la pértiga- distraídos en ningún momento. Caminábamos pendientes del suelo, arenoso o con algunas calvas verdes, que en nada, pero que en nada, se parecía a lo que nombramos como césped. Y en esa mirada a la tierra, absortos para evitar los saltos de insectos y otros bichos parecidos, descubríamos, además, distintas modalidades de piedras, chinos y cantos depositados a lo largo de aquellos caminos. Sí, todo era lo más parecido y cercano a la naturaleza. Por eso, cuando regresábamos a casa, no era difícil descubrirnos con alguna mota o brizna natural. Pero éramos felices y habíamos ido al campito, lejos del barrio y de la civilización del asfalto. Algunos, además de motas, traían recuerdos en botes o tarros. No faltaban los insectos ni los típicos lagartos, lagartijas, ranas o sapos.
Cuando anoche, pasadas las nueve, me decidí a abrir las ventanas con miedo a que aún se colara el calor puñetero, miraba por ellas con nostalgia de pasado, contemplando en mi memoria esas imágenes de bellos recuerdos. Hoy vivo sobre lo que fuera ese campo que ya no existe. No hay arena ni calvas verdes. Atrás quedaron los calculados vadeos. En su lugar, edificios, construcciones e inmuebles. Desde mi ventana observo la galería comercial, las pistas de tenis y el cubierto de la piscina de un club social. Todo eso ha enterrado el campo. El asfalto ha sepultado aquellas acequias y charcos. También mi casa hunde sus cimientos en algún lugar de aquellos caminos que alegremente, aunque con cuidado, pisaba. Lo más parecido a la naturaleza es, ahora, lo más semejante a una gran urbe: sus coches, sus torres, sus semáforos y luces. Por eso ya nada es lo mismo. No tengo que calcular los pasos para no pisar los insectos. No tengo que medir mis pies para salvar los charcos. Pero además, en el que fuera campito, en estas noches de agosto en las que el calor arrasa, hay que cuidarse, encima, como en si se tratara de una ciudad deshumanizada, de no andar por las calles a ciertas horas, que ya se sabe: hay “otros bichos” que también saltan o mejor, asaltan. Lo dicho, que no es lo mismo nada.
Sevilla, verano 2011
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