No me resignaba a mirar el día desde la ventana de los recuerdos y perderme ese aire de otoño de primavera, o de verano, que emigraba por las calles de la ciudad. No me resistía a ignorar ese espectáculo de luz dorada que atravesaba el campanario y reflejaba el dulce sonido de un replique silencioso que envolvía a la Giralda en un baile sin igual. No renunciaba a admirar esas golondrinas que tejían temprano su nido y repetían el milagro de la vida, el comienzo del vuelo y el inicio de la libertad. No me cerraba a contemplar la hermosura de la plaza de las plazas, en la que comparten terreno un singular ramillete de provincias con el verde de la ría y los añiles azulejos de gran majestuosidad. Preciosa plaza España recorrida por chispas bruñidas de un ocaso de fuego atardecido en sus torres y peldaños, en sus jardines y bancos y en su alfombra de hojas que tupen como una estela el horizonte de nuestros pasos en un alegre caminar. No me escapaba de aquella orilla ni de su rio que mecía el terciopelo esmeralda de su agua dejando a la torre el protagonismo habitual. Esa misma torre testigo de la vida, minarete y espejo del alma de la ciudad. Y a esas calles y plazuelas, no me podía negar, a su historia y pasado, a recorrerlas como se recorre el amor primero, con pasión e intensidad, tocando sus sublimes edificios y soñando con sus palacios y recuerdos de leyendas que son verdad. Ese bullir de castañas e incienso que a falta de azahar, embriagan nuestras huellas en callejas que lucen con orgullo sus balcones como escudos de fortaleza y lealtad. No me quería perder este otoño convertido en primavera o verano, que sueña con lluvias y amansa la tierra hasta que lleguen y empapen raíces y cepas, surcos y veredas y horizontes, siempre horizontes en los que caminar.
Pero ese día, resignada, una vez más, contemplaba Sevilla en otoño, desde mi ventana de recuerdos. Por ella buscaba la mirada de aquel amor de ciudad, de aquel amante que regalaba embrujo de ilusiones, y decía su nombre en silencio mientras ahogaba su ausencia. El calor del verano otoñal dilata ese recuerdo mientras los días aguardan un torrente que arrastre las hojas limpiando la vereda de mutismos y abandonos. El fuego de otoño primaveral rezaga esa ausencia mientras las horas cuentan el frío que recorra las calles buscando el abrigo al calor de las castañas en esta ciudad. Si, un otoño de verano o de primavera, distinto, diferente, de ausencias y penas, pero tan hermoso y dorado, tan sublime y brillante, que en aquella tarde, aunque imaginada, el amante se me hizo presente y la cercanía de su cuerpo se fundió en un abrazo de fuego sin aspecto de color. Esa caricia de mimo impulsó mis pasos y con la alegría revestida de pasión, y sin darme cuenta me encontré, esta vez, de verdad y en presencia, recorriendo nuestras hermosas calles.
Sevilla, Otoño 2011
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