El sonido del viejo reloj me invita una tarde más, a descubrir nuevas facetas vuestras y a atravesar el corredor que separa presente y pasado, los tesoros descubiertos y los que están por descubrir, lo nuevo, lo viejo, lo efímero y lo caduco. Tiene un sonido raro ese reloj, pareciera que hoy tuviera un anuncio especial, pero os conozco. Estoy segura que no le habéis revelado nada extraordinario. Debe ser que el viejo pajarito se cansó de emitir sus acompasados trinos y hoy desplegó todo el torrente de sus pulmones para simplemente anunciar que eran las cinco y el tiempo pasaba.
Me he dispuesto a recorrer el pasillo oscuro y casi tenebroso que separa el reloj de la puerta con pasos firmes pero vacilantes, me mata la inseguridad a la que soléis ponerme a prueba. Es una mezcla de miedo y de emoción la que me atraviesa cada día, y la que me arrastra a la puerta distante y lejana que oculta tesoros e invita a la aventura y al deseo de conoceros.
Abro la puerta. Ahí estáis de nuevo como cada tarde, esperando fieles a la cita, mirándome desde vuestro privilegiado espacio blanco. Me siento en la mecedora y os contemplo. Cómo chirría esta mecedora. Sus ruidos logran disipar mis pensamientos y enturbian el eco de la conversación diaria. Es un ruido de queja. A veces pienso en sustituir esta vieja silla, pero ¿cómo hacerlo? ¿Cómo sustituir los recuerdos, las imágenes llenas de añoranzas, la nostalgia llena de vuestra ternura y cariño? Me balanceo una vez mas. De nuevo el ruido. Subo y bajo, me muevo al ritmo del sonido que acumula el paso de los años. Así, como las olas del mar, me dejo llevar, bailo a su compás y cuando alcanzo la orilla, os veo de nuevo, ahí estáis mirándome. Me observáis desde vuestra muralla encalada. Estáis sonriendo y lo noto, me llega el calor humano.
Desde el otro lado emitís el mensaje diario. Os sobran las palabras, os apoyáis en gestos que os dignifican. Gestos observantes de la realidad de este “otro mundo”. Gestos que me transportan a mi propia vida, a mi infancia en un rincón perdido del interior andaluz. Se agolpan sentimientos, emociones y vivencias, mi corazón salta saboreando cada momento y cada instante de esa infancia perdida que está viva en mi imaginación y recuerdo. ¿Cómo explicaros estos escalofríos que recorren mi cuerpo cuando os miro? ¿Cómo transmitiros lo que siento cuando descubro ese quejido que no conoce palabras, esa alegría callada, ese ritmo silencioso? ¿Cómo expresaros esa pasión que descubro en vuestros rostros sin nombres, en vuestras manos deformadas que se agitan al son de la voz que rompe el alba? El alba, si, os imagino siempre así, iniciando un nuevo día, a la aventura de lo desconocido, con vuestras maletas dispuestas para el camino, comenzando de cero, en un punto muerto que bulle por la vida que late en vuestro interior.
Cuánto daría yo por atravesar vuestras sombras que se presentan caprichosas bajo una rigurosa apariencia negra. No estáis de luto, no. Así nos reconocen según dicen, y manda la tradición. Negro, como la historia misma, negro como el pasado, negro como el dolor del grito reprimido, del campesino explotado. Negro amargo que lamenta pero taconea expresando un arte indescriptible. Esas figuras delgadas son negras. Pero del negro emerge el rojo. Lo hace en el centro. La pasión desenfrenada, la sensualidad y el amor atormentado. La vida misma. La alegría y las penas, el llanto y la risa, lo que la gente no entiende. El alboroto de un pueblo y el sentir de una tierra.
Queridas imágenes. Poca cosa es un papel. Y sin embargo en él estáis. Sois testigos de mi vida, habitáis en mi existencia. La pared que os contiene os sostiene con alegría. Y yo, que os contemplo todos los días, cada hora, cada minuto y segundo, lo hago con el orgullo de identificarme a vosotras. Me devolvéis mi propio pasado, mi presente y mi futuro, me habláis desde la otra orilla, esa que quiero alcanzar de nuevo, esa que necesito y que me llama, me invita y me recuerda. Vosotras habéis llenado mi soledad y habéis mantenido el fuego en mi interior, en mi deseo de volver y no tener que pisar mas ninguna estela, ninguna orilla.
Taipei, verano 2004
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