domingo, 29 de enero de 2012

                                                                                         Para Antonio García Barbeito
                                                                           
    Con gratitud por la breve mención realizada en "Herrera en la Onda" el 25-01-2012

               
               Gratitud en enero
               
               Primavera bajo el cielo sevillano, a falta del azahar, invierno, en el calendario. Una fría mañana de enero de sol espléndido, y no salgo de mi asombro. Me hablan de su voz y me acerco a mis adentros, tal vez con la ilusión de un quebranto en su sonido, y el deseo, como siempre, de su cariñoso aliento. Es el eco del amigo que acuna sus mensajes y que alcanza el infinito a través de sus palabras. Qué hermosura en la mañana, imprevista e inesperada, qué belleza de recuerdo y qué calor el que traspasa. Sin decir nada, llegó el amigo, sin avisar, confundido en la alborada, como esa callejuela, de paredes blancas y encaladas. Callejuelas que sorprenden en la noche sevillana, sin principio ni salida, de balcones ataviadas. Calles que recorren el centro de nuestra alma, y que presumen orgullosas de sus flores tapizadas. Así el amigo también llega con el frescor y la blancura de esos ramos de ternura que florecen con el alba. Qué magia la de este día que despierta los sentidos y aviva como fuego, una llama de esperanza.
               Entre sueños y deseos, oigo la voz en la mañana. Un tejido de sonidos al compás de breves pausas, y esa espera en las palabras que tensa la ansiedad y la calma. El recuerdo del amigo por fin confirma mis sospechas, como ese amor primero, ese “te quiero” que llega cuando menos se le espera. O como esa mirada que nos inunda y se nos cuela, y sin buscarla, al final nos zarandea. Esa voz que me transporta a otros tiempos y momentos, y recupera sus minutos, -aquellos dorados minutos-, colmados de sentimientos. Qué amabilidad de palabras y qué ternura la suya, renunciar a su momento para evocar a la amiga.
              Se pierde esa voz de terciopelo y se silencia el tono y el sonido, pero queda la magia en el recuerdo teñido de gratitud y de cariño. No hay palabras ni sentidos con qué pagar al amigo pues la deuda es enorme, más que todos los tesoros y acuña un valor inalcanzable al que no llega, ni siquiera, el oro. Enorme ese recuerdo que enaltece y que revela, el lado amable del amigo. Se pierde la voz, si, y también el sonido, pero se encuentra a quien se aprecia por su humanidad y cariño.

domingo, 15 de enero de 2012

                                                                     Dedicado a mis compañeras de E.G.B
                                                    del colegio Mercedarias de la Asunción. (Sevilla)

              Llegaba en una tarde mágica y hermosa. Aquel día del adelantado invierno  soñaba  con  fuego y suplicaba al estío que mostrara su fuerza en algún espantado rayo. Luchaba diciembre sabiéndose vencedor de aquella contienda. Como el otoño, la misma batalla libraban nuestros atardeceres en los caminos recorridos por el alma: sin pasos para avanzar y huellas que recordar. También nuestro espíritu ganaba cruzadas bajo un cielo otoñal con hojas de colores, luces de sentidos y sonidos embriagadores. Y aquella tarde se hizo gigante entre alegres sonrisas que robaban la calma.

                Cuántas veces imaginé ese reencuentro confidente. Fantaseaba con abrirle el corazón a su mirada y que redimiera esas imágenes perdidas de la niñez. Los lugares que recorrieran por aquellas callejuelas, horizontes camuflados en paredes encaladas. Largas y delgadas travesías, recónditos escondites que robaban figuras y ocultaban presencias. Por ellas se colaban las risas infantiles y los inofensivos juegos  que acuñaban ilusiones y desafiaban a cuadernos y agendas. Aquellas calles testigos de la inocencia que igual recogían geranios que formaban ramilletes de azahares. Las mismas por cuyos claustros se asomaran esos hombres y mujeres cuyo interior rezumara a vida generosa y entregada. Por ellas recorríamos distancias y cortábamos caminos hasta llegar a la escuela. Calle de San Vicente, tortuosa y altanera que escondes entre tus piedras el olor a cirio y a saeta. El ocre de tus paredes ilumina tus aceras mientras tus farolas resplandecen en la noche que la eternidad encierra.

                Y ahora, de nuevo nos encontrábamos, dentro y fuera de aquella escena, distantes de la calle que tantos años nos acogiera y nos unía, de nuevo, en un abrazo de madurez de cuarenta. Atrás quedaron aquellas callejas pero permanecían las risas y confidencias. No había juegos infantiles pero concurría la ilusión con una renovada apariencia. Mirábamos atrás recuperando pasados caducos envueltos en travesuras y añoranzas. Atrás quedaron las clases, a ratos apasionantes, a ratos tediosas por eternas.  Horas de viajes y vuelos por números y letras, protagonistas indiscutibles de nuestra vida, esbozos de planes y mañanas.  No había lecciones que aprender ni pasajes que memorizar, pero concurría el saber atesorado en la niñez y tejido de inigualable experiencia. Atrás quedaron aquellos sueños y promesas con los que imaginábamos un futuro incierto pero labrado en esperanza. No había que pensar en el mañana, vestido de hoy con retales de otra época, pero a cambio mudado de un traje sin el color de aquella inocencia.      

                Llegaba ese encuentro en un día  que diciembre se empeñó en hacerlo cálido e incluso apasionado. Después de treinta años, el alma volvió a recorrer esos caminos sin pasos pero con huellas, y a recobrar atardeceres saboreados por aquellas callejuelas. Era una tarde mágica y enorme que aguardaba un lago anochecer de confidencias y miradas. Turno para evocar sensaciones si, de despertar esos años que el momento desenterraba. No dudo del alma dolida por la pérdida de aquella juventud ya aniquilada, pero el hoy hermoso, nos unía aquel día, con gratitud por la vida y el presente que hermanaba.

                                                                             El encuentro se produjo el 17/12/2011
                                                                                         (Tras un chaparrón de años)