Le vi entrar como cada mañana, la mirada perdida buscando su mesa y su silla, las de siempre, junto a la ventana. Me pareció que lucía un aire diferente, distinto. Buscaba, sin éxito, respuestas, en su bufanda, en el color y en la forma, y en la corbata. Nunca usaba chaqueta. Siempre al calor del abrigo y de un jersey de color impreciso, cercano al marino. Qué tendría de peculiar aquella mañana, qué era lo que se me escapaba y en lo que no acertaba. Una mirada más, me dije, solo una más. Y de nuevo repasaba su elegante figura y su aspecto impecable, el de siempre, el de cada día. Era atractivo, y lo sabía. Se sentía a gusto consigo mismo. Sabía de las miradas y comentarios. Su altura, su imagen, su brillo, y sobre todo su sonrisa. Amable con quienes le atendían, cercano a los que saludaba, cordial y afable, aún sin mediar palabra. No sabía su nombre y desconocía a qué se dedicaba. Ignoraba su estado sobre el que siempre me preguntaba, si bien, no me interesaba. Ahí estaba un día más, eso sí me importaba.
Pensaba en lo que hoy le hacía diferente, y no me di cuenta, pero al echarle una ojeada, otra más, sentí que por primera vez me miraba. Me pareció incluso, que me sonreía con cierta complicidad. Ese minuto, me supo a poco, pero me dio alas y en ese vuelo inesperado, acaricié emociones y afectos, y sentí que el corazón se desbocaba. Confundida como estaba no sé si imaginé, soñé o lo pensé, pero su mano me rozaba. Sentía su calor y suavidad y mis dedos contraídos, reaccionaban. Tocaban su palma como quien conquista esa altura inalcanzable, la cima de una montaña, el blanco de las nubes que ligeras se desplazan o el sueño ideal de una noche que pronto acaba. Qué momento tan maravilloso, qué suerte y felicidad, esa caricia imprevista y deseada. Como ese amanecer lluvioso que con violencia descarga el agua y nos dibuja un grisáceo horizonte con rayos y desapacibles nublados, pero de repente, se abre paso para asomar al astro que nos abraza con su luz y calor inesperados. No hubiera imaginado, soñado o pensado un momento tan hermoso como el que esa mañana su sonrisa me regalaba.
Pero aquellos minutos se desvanecieron de inmediato. De nuevo en el presente, al abrir los ojos, descubrí la razón que hoy le hacía diferente. Y me estrellé en plena mañana, sin esperar a la noche cuando todo se ilumina en la estela del orbe. Sin estrellas, me hundí en la realidad de la tierra, donde el horizonte se despliega y no hay cumbres ni cimas ni nubes que se rozan. Allí estaba él un día más, una mañana más de un nuevo amanecer. Allí en su silla y en su mesa, allí junto a su ventana. Y por fin, cuando mis ojos le miraron, descubrieron a ella. Era su mano a la que con suavidad tocaba, era su rostro al que con cariño acariciaba. Ella, la que subiría cumbres y rozaría las estrellas, la que miraría hacia abajo para contemplar la inmensidad de la tierra. Ella, tal vez una amiga, su mujer o una conocida, quizá una amante de pasiones ocultas y caricias escondidas. Ella a su lado, razón que justificaba esas diferencias que ni bufanda ni corbata lograban camuflar en la rutina diaria.
Y ahí estaba yo, contemplando aquella estampa. No había rabia o celos, ni furia o cólera en mi mirada, y en mi interior, nada se sobresaltaba. Miraba la escena y soñaba. Soñaba con ser ella y gozar de esa presencia, de ser yo la elegida y disfrutar del calor de su mirada, de su cariño y pasión; de ser cómplice y confidente de su historia y memoria. Nada. Pero en lo más hondo de mi ser y de mi alma, algo se alegraba, por él y por ella, por esos seres que se amaban y porque yo fuera testigo de disfrutar de esa mañana envuelta en el ardor de dos personas que con intensidad se entregaban.